La experiencia "Naruto" supera todo lo convencional antes visto en la forma de seguir una serie. Sus fanáticos exploran todo medio y formato existentes (empezando por los DVD ultracompilados de episodios, siguiendo por los impertinentes spoilers de adelanto y culminando por la reproducción en video youtube de las viñetas manga de los capítulos últimos aún sin animar –método vigente-) en pos de la linealidad de la historia todavía intrincada y de difuso desenlace. La fidelidad a la misma supera las complicaciones de su difusión, no impidiendo que el número de seguidores detenga su crecimiento. Muchos más de los que empezaron, estamos inamovibles ante la incertidumbre del futuro de la fantasía ninja de Masashi Kishimoto.
Recién 4 años después de su estreno en la emblemática TV Tokyo, visité -por motivos curiosos a tanto bombo- su primer episodio con la seguridad de estar frente al inicio de uno de los tantos culebrones pródigos en estereotipos que ofrece la industria animada japonesa desde siempre, más aún si el firmante es Studio Pierrot, los mismos malcriados causantes del desastroso maho shojo Fushigi Yuugi (híbrido de los peores defectos de Sailor moon y Reyearth). Mi prejuicio cambió a expectativa tras la presentación mítica del oculto mundo ninja que contextualiza esta historia de fuerzas excéntricas, bestias que hablan y drama conmovedor. Como si faltara más.
Kishimoto lleva 10 años sumergiéndonos en los conflictos de las Aldeas Ocultas Ninja, donde los sueños utópicos y el derramamiento de sangre conviven por generaciones. Estos sueños utópicos se encarnan en el torpe protagonista, Uzumaki Naruto, quien focaliza los valores de pujanza y de fidelidad con cada vez mayor aplomo. El mismo ninja evoluciona su necedad a romántica convicción de sus promesas para la segunda temporada en la versión animada: Shippuden, mucho más lóbrega que la primera al ser la muerte en batalla moneda corriente.
Que recuerde, de los tantos que han pasado por mi retina, ningún shonen antes enfrentó a sus personajes con motivos dramáticos sin incurrir en la cursilería o al morboso pretexto del bloody fight siempre efectivo. Naruto le presta importancia al desarrollo psicológico de sus personajes secundarios (específicamente desde los episodios que comprenden el examen chounin) - dotándolos de perfiles propios que les potencian simpatía- para fomentar la complejidad de las sagas posteriores. Una apuesta autoral, inteligente y plausible, cuando los paquetes de clichés cada vez ganan más margen en el mercado.
Quienes seguimos semanalmente en este periplo, confiamos que el autor inspire su creativo y agite su lápiz entintado –entiéndase, que queme algunas neuronas extra- para encontrarle un giro de tuerca imprevisible que posibilite una extensa tanda más de este producto de cajón de la cultura popular actual, entregada en las últimas fechas a los conflictos vengativos de sus protagonistas en notables viñetas secuenciadas con ritmo vertiginoso, haciendo oda a lo sobrenatural de las artes marciales al mejor estilo wuxia del cine chino.
Resaltemos que hoy la serie supera las 450 entregas manga y los 300 episodios animados sin demostrar un atisbo de menoscabo. Kishimoto se mantiene entusiasta, notándose en la vitalidad de la historia, donde los muchos cabos sueltos no tienen prisa por atarse. Qué duda cabe que Naruto cierra la década como el ícono de acción juvenil más representativo.
Hasta ahora tintinean en mi oído estos cinco primeros openings de la serie.
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